miércoles, 26 de septiembre de 2007

Cuento: "Vos no me lo vas a creer"

Vos no me lo vas a creer. No me lo vas a creer hermano Canaya. Y ya se qué me dirás que soy un fantasioso, un bolacero, un farsante. No me importa. No me importa, yo te la voy a contar igual. Al menos podés pensar que es mentira pero te gusta la historia y todos contentos, más haya de su certeza. Desde ya te la canto que me pasó, pero podés dudar, puedo ser sospechoso.

La cuestión es que yo ya me encontraba en la cancha. Estaba en el Coloso del Parque, que de colosal no tiene nada, no obstante vale el cuasi plagio a la cancha de papá. Me había acomodado en la tribuna visitante tirado hacia la izquierda, entre uno de los bordes laterales del área y la raya del lateral. Fuimos con el Chino, el Cabezón Such y mi hermano “el Gordo”, qué es bastante más flaco que yo pero le quedó el estigma de su obesidad en la pubertad. Tipo 12 habíamos partido en una Trafic de la peña Sapito Encina y caímos una hora antes de que empiece el dramático clásico.

Dramático clásico, donde los dos equipos veníamos de malas. Nosotros que no habíamos sacado un mísero triunfo en las ocho fechas que se habían disputado, entre ellas se alcanzaron cuatro empates, tres en casa y cuatro derrotas de las cuales contra Banfield habíamos empezado ganando por 2 a 0 y sufrimos una derrota inédita, dolorosa, y que penetró en las venas fervorosamente odiosas de la hinchada de un equipo que estaba necesitado de puntos. Esa noche, me enteré hablando en varios ámbitos, que en muchas de las casas en que se vio el partido se sucedieron hechos de violencia y una generalizada rotura de objetos caseros como sillas, mesas puertas, producto de las descargas canalizadas a través del salvajismo. Yo, por mi parte estuve a punto de hacer estallar el vidrio de la mesa de un puñetazo, pero fui un tanto hábil y me serené hasta huir hacia el pasillo y luego descargar un recto contra la pared tan potente y seco que me dejó adormecida la mano. Anteriormente también tuve la experiencia de romper una butaca del Gigante, esa vez fue por una alegría, tras el gol convertido por Arzuaga después de una maravillosa jugada de Vizcarra.

En definitiva, el clásico era dramático, porque ambos equipos veníamos comprometidos con la zona de promoción, nosotros algo menos complicados, pero la producción futbolística todavía no convencía. Ellos, en cambio, si bien no eran una maravilla, es las ocho fechas disputadas habían conseguido cosechar varios puntos que lo arrimaban no muy lejos de la punta. Además estaba el condimento que en las semanas previas veníamos de punto, estaban muy confiados, con un partido fácil por delante. Mi amigo el Negro, pingüino a morir a tal magnitud que siempre le decía: “sos el hincha de Ñubel que más se parece a uno de Central”, el viernes antes del partido me había llamado. El tipo estaba de ganador, disfrutaba la previa del clásico.

-vas el domingo?- preguntó.

-lamentablemente conseguí entrada…- ironicé haciéndome el que no quería ir al clásico- …así que no me queda otra que ir.

Se rió y no perdió el tiempo para decirme que éramos horribles, que no le hacíamos un gol a nadie y se animó a preguntar si estaba seguro de ir el domingo. Ahí nomás sentí cómo un pechuga me tocaba el culo y le dije: “Negro, yo sé que ustedes están mejores y nosotros todavía no ganamos, pero no te olvides que es un clásico… y tampoco te olvides que somos Central…- el negro del otro lado del teléfono disfrutaba del diálogo futbolero, cosa que siempre le gustó-… y yo sé lo que es Central, esto es Central- parafraseé a Miguelito- y Central te da de las muy malas, cómo el otro día con Banfield, pero también te da de las muy buenas”

En fin, llegamos al Chiquero. a mi hermano ya lo había perdido entre la masa, pues la cábala histórica era separarnos en los clásicos. La empezamos a utilizar aquella tarde del 1º de septiembre de 2002 en que se le cortó los festejos de empates a la lepra. Esa vez había arreglado de encontrarme con mi hermano en la tribuna, encuentro que nunca se consumó. Entonces él debía ver sólo el partido, y yo no importaba con quién, pero eso me acomodé para ver el partido con Such y el Chino, y posteriormente se sumo Pérez, un amigo de mi facultad, que habíamos acordado el encuentro. Más arriba lo localicé a Julito con sus amigos del curso.

La banda estaba enardecida, cantaba sin parar, se movía, se alteraba, gesticulaba con la platea local. El cielo cubierto, mucha claridad y una garúa incesante. Faltaban diez o quince minutos para que los equipos salgan al campo de juego y ya sonaba el fervoroso hit “ya es la hora de alentar”… y era verdad, estábamos todos hasta las bolas. Ahí se incrementaron abruptamente mis deseos locos de ganar el partido. Fue cuando miré al cielo y me acordé de él, del Negro Fontanarrosa. Quizás los matices y colores grises blanquecinos que predominaban en la tarde me hicieron recordar a sus barbas y su escasa cabellera. Era el primer clásico que se disputaba sin él. Cosa loca de pensarla, en realidad no de pensarla, sino de que suceda, más aún después de haber leído “La observación de los pájaros”. Todavía me encontraba mirando el cielo, miles de miles de micro gotas de garúa me refrescaban bastante. Pensaba, pensaba, estaba melancólico, quería ganar. Ahí nomás, sin darme vergüenza lo invoqué, ahí sin dudar, de caradura nomás, total nadie se iba a enterar. Le dije “Negro, yo se qué estarás volando por acá cerca, no te podés perder éste partido, y seguro estás al lado de Olmedo y al lado del Che, solo te pido, por favor Negro, que me cuentes un chiste de los tuyos, qué ganemos Negro, Sólo eso”. En eso, y después de intentar una comunicación telepática inter-dimensional, volví a mí, faltaban pocos minutos, el clima en las tribunas era perfecto y me dejé de boludeces para alentar a Centralito que ya se asomaba por la manga.

Cuando empezó, no te voy a decir que no estaba nervioso, pero me encontraba en una momentánea tranquilidad que me brindaba el Canaya. Porque teníamos la pelota, la manejábamos, llegamos varias veces hasta estar ahí nomás el gol. Encima la cancha estaba rápida, con lo cual repartimos un par de pataditas usando como herramienta o excusa el desliz sobre el césped. “Huevo Central, Huevo!” se escuchó por ahí después de una ida fuerte de Borzani a Husain. El partido estaba calentito y Central metido, jugando bien y poniendo huevos. ¿Cómo o voy a estar más sereno que de costumbre? Por eso te digo que no sufrí mayores sobresaltos durante el primer tiempo. Es más, pensaba en que si seguíamos así lo ganábamos, porque Ñuls se encontraba inexpresivo y, valga la redundancia, frío.

Sin embargo todas esas ambiciones, las ilusiones y el encanto se me desmoronaron. Todo. Todo pero todo en una simple jugada, me resigné, mandé todo a la reconcha de su madre. Cuando vi que el pibe Núñez se tiró, antes que se la pusiera a Bernardello, ya sabía que era roja. El pendejo se entusiasmó, estábamos en el mejor momento, y él los estaba volviendo locos por su carril izquierdo. Se le fue una bocha larga y se mandó a lo criminal con ambos pies adelante, mostrando el filo de los tapones. Lo agarró en el pecho. Al margen de la perfecta teatralización del cinco leproso la roja le calzó más que bien. Fue fatídico, estábamos en los 40 minutos, veníamos jugando muy bien, no habíamos corrido peligro, no nos habían creado y este pendejo que hace esa falta torpe y desleal. ¡Por Dios!... Y yo ya cerraba el partido, ya que veía que eso que se había realizado hasta allí se iba a revertir. Me imaginé una goleada de la lepra, también me animé a soñar con el empate en cero, aguantando todo el segundo tiempo. O a lo sumo empezar perdiendo por la mínima diferencia y empatarlo sobre la hora, de pelota parada con uno de esos goles feos, de churrete. Era tal el miedo a perder que mi presencia ahí en esa cancha de mierda, donde generalmente empatamos, sería capaz de soportar ir perdiendo para luego empatarlo.

Fue ahí, entre la bronca, la resignación y la incredulidad de la trágica jugada, cuando volví a mirar al cielo. Todavía permanecían los mismos grises y la misma llovizna. Yo estaba enceguecido y necesitaba algún tipo de confort, apoyo, tal vez ilusión para poder soportar el segundo tiempo. Miraba fijo a los grises blanquecinos de arriba y no pedí nada esta vez, no imploré nada de nada. Ya mis pensamientos tenían una connotación imperativa: “no me contés ningún chiste, Negro. Contáme uno de tus epopéyicos cuentos”. No di lugar a que me responda. No quise seguir hablando, fue algo así como una orden.

El segundo tiempo empezó, había que jugarlo, que soportar con diez hombres. Fueron pasando los minutos y esos hombres hicieron honor al mote de los hinchas de Central: Guerreros. Todos pusieron y metieron. Era un equipo con puro huevo que miraron su divisa y no dudaron en defenderla a muerte. El hombre que faltaba lo suplantamos nosotros, ahí, detrás del arco y retribuyendo con el aliento a esas garras que se estaban metiendo. Además, por momentos teníamos buen juego con el balón, se tocaba mucho y con claridad aunque sin ser demasiados ofensivos. Hasta que después de una combinación entre el pelado Costa, quién recuperó el esférico y Borzani que abrió para el Kili, la pelota le fue a parar a nuestro 9, al gordito, que se había corrido todo. La paró y se le fue larga. Di esa pelota por perdida, el defensor de Ñubel creyó que se iba a apoderar de la reina del juego, la popular visitante se relajó, también dando por perdido ese balón. Nosotros, en la visitante, al menos yo, nunca pensé que Arzuaga iba a llegar, Porque pareciera que corre en cámara lenta, sin embargo llegó. A pura potencia, huevo, garra y temperamento se la punteó a Damián Díaz que estaba sólo. Nunca me enteré de que le llegó la pelota, ya que cuando la punteó Arzuaga el defensa de ellos se lo comió a lo guaso, tiró una burra para despejarla sin notar que el “gordito” llegó primero, lo mató. Fue durísimo el golpe que recibió sobre la canilla, además venía con velocidad, cosa que hizo hacerlo volar dando una tumba carnera aérea. Ahí nomás pensé que era penal. Pero no me exalté, pues siempre que lo hago resulta que el árbitro no cobra nada. Comencé a revolear la vista en busca del referí, quién corrió hacia el centro del área sin gesticular. Recién cuando estaba aproximadamente al lado del punto penal hizo el ademán tan esperado: señaló tiro penal.

Obviamente la canallada explotó, era una locura. Yo festejé ahí nomás, como si fuera una minúscula alegría. Me abracé al Chino y nos miramos fijo a los ojos. Ambos sabíamos que había que convertirlo y temimos al fantasma que andaba dando vuelta, ese fantasma que le hizo errar el penal al Kili y elevar por encima del horizontal el rebote de Belloso en el clásico anterior. Pero me tranquilicé, era otro el fantasma que tomó el balón: “El fantasma Arzuaga”, si bien en realidad no fue “tranquilidad”, fue una pizca más de “confianza”. En fin, todos acomodados: Villar en la línea del arco, el nueve con las manos en la cintura, todos los demás paralizados esperando la resolución de la pena máxima. Pitó Beligoy, mis ojos bien abiertos apreciando el trotecito rebotero del colombiano. En realidad en esos momentos uno no piensa, no sabe quién es, cómo se llama, a qué se dedica, uno no sabe qué esta pasando ni qué mierda hace ahí, viviendo una parte de su vida tan intensa y tan vivaz. Viendo cómo ese trote del moreno se le hace eterno y se paraliza el tiempo. Percibiendo un silencio abrumador, siendo parte de un clima atento a lo que podría ser el gol Canaya. Uno como un trapo de piso maltrecho, ahí viendo, esperando que de una vez llegue Arzuaga a impactar el balón, quién estaría con menos presión qué uno mismo en la tribuna por el sólo hecho de ser extranjero y no percibir la cruel amenaza y la encolerizante sentencia del clásico. Y uno sigue allí, ya cargado de tensiones y nerviosismos, el estómago contraído y los ojos desorbitados. Mirá, te digo, lo único que recuerdo es verlo a Villar desparramado hacia su palo derecho y mirando la flotación del esférico qué infló la red tras ingresar arriba, bien arriba, al medio, levemente hacia la izquierda, inatajable. ¡Golazo! Un descontrol, inaudito. Ahí te digo que me emocioné. Fue algo muy fuerte, el pecho se me oprimía cada vez más. Se me cayeron muchas lágrimas, me abracé a todos. Y es más, me prostituí: dije que le encajaría un pico al Chino si era gol.

Pero ahí no terminaba todo, faltaban quince largos minutos más el descuento y había que aguantarlo. Y eso sí que era jodido. A partir de ahí, te juro por Dios, que me sentía mal. No me contenía. Sinceramente quería que termine el partido. Estaba tan tenso, tan impaciente que ya no me importaba cómo. Uno tenía los ojos llorosos de imaginar la posible heroica victoria, pero al partido le faltaba demasiado. Se le fruncían las cejas a uno, se le pronunciaba un puchero angustioso en los labios, los latidos como una ametralladora en el pecho, y cada vez que se aproximaba Ñuls, aunque sin claridad, era como si uno estuviera caminando por la cornisa del abismo más profundo, a punto de caer. Por eso, no se soportaba tal sufrimiento, que termine y listo. Hubiese querido estar durmiendo y enterarme de una, en seco, tan directo y conciso como mortal. Pero no, estaba allí, siendo testigo de los hechos, llorando como un boludo y fumando cigarrillos uno tras otro sin parar ¡Pensar que te podían empatar mi Dios! ¿De qué valía la alegría, la emoción, la locura desatada si te lo iban a empatar? Por eso la hinchada estaba loca y alentaba sin parar. Descargando y canalizando de alguna manera esa ira acumulada y el nerviosismo que se vivía. Los diez guerreros sacaban todo. Raldes y Ledesma ahí en el fondo eran dos custodios sagaces y efectivos del embate enemigo. El Kili un señor, jugó el partido sin estar en condiciones, sin hacer pretemporada, siempre con actitud y una presencia propia de un grande, tan grande como su corazón. El Tomy Costa, ¡Por Dios! Parecía que era el décimo clásico que jugaba, un leoncito, sin embargo era su primera experiencia como titular en un partido de tal magnitud. Y arriba el “Gordito”, que ya se lo veía más flaco y con más velocidad después de meterse al pueblo canaya en el corazón en una tarde a pura potencia y entrega. Así se metía, así se vivía la tarde dominguera que parecía eterna, dura y angustiosa.

Para colmo de males a los 40, viste cuando el partido se pone más caliente, justo cuando el que va perdiendo parece querer arrollar al rival haciendo todo lo que no realizó en todo el encuentro, con pelotazos, arremetidas y atropelladas, justo a los 40 nos expulsan a Papa. Al 7 canaya le tiraron con un encendedor y éste lo devolvió a la platea. Beligoy, iluso, percibió la agresión. Justamente de Papa, que es más bueno y más inocente que un pedazo de pan de salvado. En realidad le tiró el encendedor a la fría platea para que se calentara el pecho. Pero fue en vano, de todas maneras se fue expulsado. En ese momento creí que iba a enloquecer. Era como que ya había llegado a un defasaje de sufrimiento. La vida misma nos imponía a todos los Canayas a resistir más, mucho más de lo que nuestro cuerpo, mente y alma podían soportar. Ya se había aguantado demasiado, uno ha sufrido toda la vida con Central, esta vez no era la excepción, siempre se puede tirar más de la cuerda y siempre se puede estar peor, es la condición de ser Canaya, es el estigma de padecer y de segregar adrenalina en cantidad inusual. Se había vivido tanto que me expresé ya abatido, con un enojo frustrado y una resignación llana: “no puede ser tan inocente”, a lo que mi amigo Pérez respondió, no a mi enunciación, sino que ya se encontraba gritando con él mismo, con el aire, con el de al lado, conmigo, con todos: “¡Es un pelotudo, no es un inocente, es un Pelotudo!”. Reiteró su punto de vista incesantemente buscando destinatarios alrededor de su figura. Sus venas del cuello estaban inflamadas, portando un caudal exagerado de sangre cargada de odio e incomprensión ante la actitud del expulsado y también se le escapaban partículas de saliva al vociferar.

Yo ya no quería estar más, no tenía las fuerzas de ser espectador. Estaba al borde de la descompostura y me temblaba todo. El pelado Ischia ya lo metía a Asconzabal, que cumpliría la doble función de robar algunos segundos y de meter un zaguero que saca bien de arriba. A mi lado un desconocido gritó “Gracias Vasco, no te mueras nunca”

Allí estaban los nueve guerreros que tenían la misión de que permanezca el 1 a 0. Las pelotas llovían, sin claridad, pero llovían, era un ataque masivo. Se despejaba, atajaba Álvarez, remataban afuera. El tiempo, sin embargo, parecía no correr. Miré mi reloj y marcaba las 15:43, pasaron dos jugadas y fue increíble lo que pasó cuando volví a consultar la hora: ¡Eran las 15:42! Una locura, el tiempo había corrido para atrás. No podía creerlo, quise buscar testigos de lo que me pasaba, pero no hubo tiempo, ya que Ñubel arremetía desprolijamente y Central sacaba lo más lejos posible y esperando la nueva jugada que renacía para el local. Di por olvidado ese suceso y estimé que fue producto de mis alteraciones neurológicas en el contexto de momentos extralimitados.

Entre la canallada se sentía la repetición del espanto vivido hacía nada menos que una semana contra Banfield. Era delito nombrar “empate”, se estaba soportando demasiado, y si era empate, te canto la posta, si era empate nos lo ganaban. Un gol del local derrumbaría anímicamente a Central, no podíamos dar un milímetro de terreno, no podíamos regalar ni una mínima distracción, nada, nada. Hubo un tiro libre pateado por Schiavi que pegó en la barrera, en la muralla que defendía el honor Canaya. Después de eso nada mucho más claro. El gigante Álvarez en el arco, sin ser figura, descolgó lo que se atravesaba en su territorio del área chica. Se elevaba y su figura se potenciaba en una presencia memorable. Atrapaba el balón para apretujarlo bien fuerte contra su pecho haciendo recobrar al pueblo Canaya su existencia.

No había más tiempo, ya estaba todo jugado. Los de enfrente desesperados, nosotros mirando al Referí que estaba tan tieso como una estatua, inmutable. Álvarez tardando mucho más de lo debido al hacer su saque de meta recibió amarilla. Ledesma intentaba persuadir verbalmente a la autoridad arbitral para darle fin al sacrificio, pero el partido no terminaba. ¡No había tiempo para más! Central nuevamente, con sus nueve batalladores en cancha, había revoleado a ese esférico que ya no quería verlo nunca más, la había lanzado lejos en una forma despectiva, con odio, con maltrato para que esa hija de mil putas no aparezca más peligrando su arco, para que esa picarona no se atreva a transitar más por los pagos auriazules. Parecía la última, la traían ellos y antes qué la mandaran viajando por los aires, ahí, ahí, en ese momento se lo vio a Beligoy hacer la seña, la mueca, el gesto, el ademán más hermoso que podría haber hecho después del gol de penal: señaló el fin.

Locura Canaya, explosiones de corazones calientes. Un grito generalizado que estalló en el Parque después de cinco años de no ganar ahí y de nueve fechas de un campeonato en el que no se había ganado nunca. ¡Ganó Central! ¿Quién iba a decirlo? El equipo que no le ganaba a nadie, el que estaba muerto se reivindicó, sacó pecho, juntó bravura y lo ganó para revalidar esa historia jalonada de coraje y de hazañas sin par. La multitud Canaya celebraba algo histórico, único, irrepetible. Ahí sí te digo que me abracé a todos: A mi amigo Pérez, al Chino, al Cabezón Such, a Julito y sus amigos. Era éxtasis, era delirio, era frenesí. Muchas lágrimas en los ojos, sonrisas ilimitadas, gente en el alambrado y los jugadores del otro lado transformados en hinchas mismos. La celebración era tan intensa como hermosa. Entre saludos, besos y abrazos lo veo a mi hermano, a Diego, el “Gordo”, lo había hallado después de que se escondió de mí en todo el partido, yacía sentado en los escalones, se lo veía ya reventado, con una expresión en la cara que graficaba haber vivido un holocausto, los ojos llorosos y los pocos pelos, que le hacían frente a una potencial calvicie, todos despeinados. Corrí a estamparle un abrazo gigantesco, un abrazo muy fuerte. Llorábamos y gritábamos: “Vamos Central todavía, vamos Central”, las voces entrecortadas y las respiraciones agitadas propias de una tarde infartante. Creo qué no llorábamos juntos desde el fallecimiento de mi abuelo paterno en 1991. Después comenzó a pegarme y luego me subió a los hombros. Me sentí en la cima del mundo. Estiré mi camiseta Adidas mangas largas de la década del 80, aquella que nunca perdió un clásico yendo a la cancha, y la estiré desde abajo, luciéndola y ventilándola, con mis ojos fijos en el gordo puto de la platea con el que compartimos innumerables comunicaciones gestuales: “¡ésta, ésta… -¿la ves?- … a esta te le cagás!” Y la besaba sin parar para luego gesticular juntando todos los dedos de la mano derecha en el lenguaje universal de tener miedo.

Y eso fue Central esa tarde, mi viejo, fue huevo y corazón. Fue el Kili llorando con Damián Díaz en el suelo, compartiendo un abrazo después del gol. Fue el pibe Tomás Costa dando una nota en el campo de juego diciendo: “Estamos felices, somos felices” y su afirmación no escondía duda alguna, pues su sonrisa era la más bella y kilométrica del mundo. Fue Olmedo encarnado en el “Mano Santa” que estaba en la platea. Fue Ronald Raldes sacando a relucir los huevos del Che, que justamente murió en territorio boliviano. Fue Arzuaga que de chancho pasó a ser una fiera felina temible. Fue Papa qué agredió a la platea. Fue la bruja canaya que sacó al 14 del equipo y bloqueó los poderes mágicos del parapsicólogo de Ñubel. Fueron los “guerreros” que Guerrearon y que terminaron como locos colgados al alambrado.

Algunos dicen que lo Vieron a Don Casale en la popular, todavía camuflado en su bandera añeja y desteñida, que bajó poniendo a prueba una vez más su racha de ganador. Obviamente su corazón tampoco aguantó esta vez y volvió a morir cuando pitó Beligoy.

Por eso te digo que no me lo vas a creer, porqué pensarás que estoy loquito. Pero te respeto totalmente si lo pensás, ya que después de esa experiencia, cuando me retiraba del estadio, vi a un señor medio calvo, de barbas grises blanquecinas, tenía una sonrisa celestial y los ojos le brillaban. Me miró y lo miré. Me pareció reconocerlo aunque no lo creía. Se sonrió aún más y vi que me guiñó el ojo. Yo me quedé atónito, me enmudecí. La caravana hacía un quilombo más que entendible, pero a mí me pareció que todo se transformaba en cámara lenta y el sonido del aliento se convertía en una lenta melodía. El apretujonamiento de la gente me iba empujando y manipulando mis movimientos, lo que me impidió alcanzarlo, porque intenté, intenté, pero vi que se entremezcló gozoso entre la masa gozosa. A esa altura ya dudaba del estado de mi neurología y mi psiquis. Nunca supe si fue verdad que lo vi. Pero nada me importaba, ganó Central señores, a lo heroico, a lo epopéyico. Ganó un Central hazañoso, osado y cargado de bravura. Y después de lo que me pasó no puedo pensar en otra cosa, no puedo creer que fue pura casualidad. Y si te lo digo es porque lo siento, querido, lo siento: El Negro nos contó el más hermoso de sus cuentos, no podía ser tan maravilloso, nos contó un cuento en vivo y en directo, un cuento con exageración, con emoción, con valentía, con absurdez. Un cuento con suspenso, un cuento muy real, un cuento épico y con un final tremendamente feliz.

Leonardo Logiudici
mailto:leobersuit@hotmail.com

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